En mis primeros partidos, que corresponden a la niñez y adolescencia, jugaba atajando y defendiendo. Siempre cuidaba las espaldas de mis compañeros y no me preocupaba anotar. La solidaridad se imponía y la principal preocupación era incluir en mi equipo a los menos afortunados, a aquellos que nadie quería en los suyos y a varios algunas veces tuve la satisfacción de posteriormente verlos jugar en otras canchas, demostrando que solo necesitaban mostrarse y esa fue la oportunidad que tuvieron. Defendíamos y lo hacíamos bien.
En mi juventud y de adulto joven, pasé como muchos al ataque. Me importaba más anotar y ganar que jugar bien. Me aprovechaba del mínimo error y buscaba la menor oportunidad para meterla. Me encantaba el reconocimiento de los compañeros de equipo y del publico, y entendí que muchos aprecian más a los que anotan antes que a los que abastecen o defienden y sobre lo efímero de la fama y lo mucho que perduran y nos persiguen los errores.
En otro momento de la vida, gracias a los golpes y lesiones típicas del juego, tuve la oportunidad de reflexionar y empecé a entender que mejor era que corra la pelota antes que el jugador. Me volví más estratégico y apreciaba la posición de mis colegas y de los contrarios para tomar las decisiones más apropiadas. Sabía ubicarla, a veces para meterla y a veces para que la metan otros. La vida me estaba enseñando a jugar en equipo.
Con el paso de los años, tuve la oportunidad de dirigir al equipo. Organizándolo y planificando las jugadas, ubicando a los jugadores en los mejores espacios y definiendo las estrategias de acuerdo al partido, a su importancia, a su historia y hasta a la utilidad que el resultado pudiera tener. Ese paso en mi vida me demostró que había aprendido algo y que podía enseñar a otros sobre las buenas experiencias y como aprovecharlas. Ganamos muchos partidos con gallardía, perdimos otros con altivez y comprendimos el valor de empatar. Al final entendimos que importan los puntos pero aprendimos a reconocer el valor del equipo, del rival y de cada partido en su justa medida y dimensión.
Ahora me encuentro en la etapa de dirigente, con capacidad para poner a disposición del entrenador y de los jugadores los elementos que más pueden aportar al equipo, pero dejando a ellos la responsabilidad de planificar y de jugar cada partido (o de vivir sus vidas como les corresponda hacerlo). Nuestro trabajo está en asegurar la formación de nuevos líderes, de ponerles la infraestructura adecuada y permitirles las mejores condiciones para trabajar, incluyendo la debida formación y algo de ejemplo basado en nuestra experiencia y trayectoria.
En este gran partido de la vida, pude ver buenos rivales y también aquellos que no valen la pena. Árbitros justos y también de los vendidos. Canchas en buen estado y también las inclinadas. Comentaristas imparciales y también de los vendidos. Pude jugar con diferentes públicos y aprendí el valor de la victoria y la enseñanza que deja cada derrota. Nunca me conformé con el empate, a menos que se trate de ceder para darle la razón a quien la tiene.
Lo que nunca hice fue ponerme en el sitio del balón. Jamás me gustó que me patearan y peor que me maltrataran.
Ahora con el resultado del partido casi a la vista, me apresto para jugar el último medio tiempo, en el que aspiro terminar con las justas, sin alargues innecesarios y menos forzados.
Que gane el mejor, y si es posible que nadie pierda.
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